Thomas Mann. Fragmento. ¿Qué es la vida?
Sobre
la Vida.
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¿Qué es la vida? No se sabía. Sin
duda, tenía conciencia de ella, desde el momento en que era vida, pero ella
misma no sabía lo que era. Sin duda, la conciencia en tanto sensibilidad a
ciertos estímulos se hacía patente incluso en las formas de vida inferiores y
más primitivas; era imposible vincular la primera aparición de fenómenos conscientes
a un determinado punto de su historia general o individual; asociar, por
ejemplo, la conciencia con la existencia de un sistema nervioso. Las formas
animales inferiores no tenían sistema nervioso, y ni mucho menos cerebro, y, sin
embargo, nadie se hubiera atrevido a poner en duda su capacidad de reaccionar a
determinados estímulos. Además, también se podía anestesiar momentáneamente la
vida –la propia vida-, no sólo los órganos particulares de la sensibilidad que
la constituían, no sólo nervios. Con las sustancias adecuadas, se podía anular
temporalmente la sensibilidad de toda materia dotada de vida, tanto del reino
vegetal como del animal, se podían anestesiar los huevos o las células
reproductoras con cloroformo o clorhidrato de morfina. La conciencia de uno
mismo, pues, era una mera función de la materia organizada como forma de vida;
y, en un grado más alto, esa función se volvía contra su propio portador, se
convertía en tendencia a profundizar y explicar el fenómeno del que es fruto,
en una búsqueda tan esperanzada como desesperanzada de la vida en pos del
conocimiento de sí misma; en una constante indagación en su propio interior de
la naturaleza, en vano al final, puesto que la naturaleza no puede traducirse
en conocimiento, como tampoco la vida en último término, puede explorarse a sí
misma.
¿Qué era la vida? Nadie
lo sabía. Nadie conocía
el punto de la naturaleza del que nacía o del que se encendía. A partir de ese
punto, nada era inmediato ni estaba mal medido en el dominio de la vida; la
vida misma, parecía inmediata. Si algo se podía decir sobre este aspecto era lo
siguiente: su estructura debía de ser de una índole tan evolucionada que el
mundo inanimado no tenía ninguna forma que se le asemejase ni remotamente.
Entre el ameba y el animal vertebrado mediaba una distancia muy pequeña,
insignificante en comparación con la que existía entre el fenómeno más sencillo
de la vida y esa naturaleza que ni siquiera merecía ser calificada de muerta,
puesto que era inorgánica. Porque la muerte no era más que la negación lógica
de la vida; pero entre la vida y la naturaleza inanimada se abría un abismo que
la ciencia intentaba franquear en vano. Se intentaba salvarlo por medio de teorías, que el abismo
se engullía sin perder nada de su profundidad y extensión. Con tal de
establecer un eslabón de unión llegaron a aceptar una teoría tan contradictoria
como que una materia viva carente de estructura, organismos desorganizados, se
fusionaran por sí mismos en una solución proteínica, como el cristal en el agua
madre, cuando la diferenciación orgánica es la condición previa indispensable y
la manifestación de toda la vida, y cuando no se conoce ningún ser vivo que no deba su existencia a la concepción de unos padres. El júbilo de
los científicos cuando se extrajo el caldo primordial de las profundidades del océano,
se tornó vergüenza ante el craso error. Resultó que lo que se había creído
protoplasma eran depósitos calcáreos. Así pues, a fin de no detenerse en sus
investigaciones y reconocer que era un milagro –pues una vida que se compusiera
de los mismos elementos que la naturaleza inorgánica, sin formas interinadas,
hubiese sido un milagro-, se vieron obligados a admitir una concepción inicial,
es decir, a creer que lo orgánico nacía de lo inorgánico, lo cual, por otra
parte, también era un milagro. Se
continuaron admitiendo, entonces, grados intermedios y estados de transición,
aceptando la existencia de organismos inferiores a todos los que conocían, los
cuales, a su vez, descendían de protoformas de vida aún más primitivas,
protozoos que nadie vería jamás, porque eran de un tamaño infra microscópico; y
antes aún del nacimiento de éstos tenía que haberse dado la síntesis de las
estructuras proteínicas…
¿Qué era, pues, la vida? Era calor, calor producido producido
por un fenómeno sin sustancia propia que conservaba la forma: era una fiebre de
la materia que acompañaba al proceso de incesante descomposición e incesante
recomposición de moléculas de proteína de una estructura infinitamente
complicada e ingeniosa.
Era el ser de lo que en realidad no puede ser, de lo que únicamente se
balancea, en precario equilibrio –con placer y dolor a un mismo tiempo- sobre el vértice de este complejísimo y febril
proceso de descomposición y renovación. No era materia y tampoco
espíritu. Era algo entre las dos cosas, un fenómeno que se hace visible en la
materia, como el arcoíris sobre un salto de agua, o como la llama del fuego.
Sin embargo, a pesar de no ser material, era sensual hasta la voluptuosidad y
el asco, el impudor de la materia que se vuelve sensible a sí misma a sus
propios estímulos, era la forma impúdica del ser. Era un secreto y sensual
movimiento en la casta frialdad del Universo, un mínimo foco de impureza
secretamente voluptuoso, de nutrición y excreción, un soplo excretor de anhídrido
de carbono y sustancias nocivas de procedencia y
naturalezas oscuras. Era
el resultado de un proceso de compensación de su naturaleza inconsistente que
obedecía a unas leyes intrínsecas, es decir: era la proliferación, el desarrollo,
la formación de esa especie de materia esponjosa hecha agua, proteínas, sales y
grasas que llamamos carne y que luego se convierten en forma, en imagen
elevada, en belleza, sin dejar de ser, con todo, la más pura esencia de la sensualidad y el deseo. Pues esta
forma, esta belleza, no es de naturaleza espiritual como las obras de la poesía
y la música; y tampoco se manifiesta a través de un material neutro y objetivo,
capaz de representar el espíritu de una manera inocente, como es el caso de la
forma y la belleza de las obras escultóricas. Todo lo contrario, se manifiesta
y está construida por la sustancia que, no sabe cómo, despierta la
voluptuosidad, por la propia materia orgánica que se organiza y se descompone
constantemente, por la carne que desprende un olor…’’
Fragmento de su Obra ''La Montaña Mágica''
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