Se veía verter en un caldero dorado, el amor, que comenzó a arder bajo el fuego feroz que le abrazaba con brasas ígneas. El amor en ebullición se derramó al comenzar a hervir por horas eternas. Así se creó, sin consumirse. ¡Era un arder y derramar eterno! Nuestras manos como acero, se vieron fundidas en un enlace infinito e imperecedero; nuestros ojos al mirarse encontraron el camino de regreso a la colina de la melancolía, bajo cielos de destellos delirantes que nos hacían sonreír. Fueron nuestras eternas almas, quienes condujeron los efímeros y doloridos cuerpos entre este mundo de jengibre y ajenjo, fueron las almas quienes valieron lo que lograron vivir. Los cuerpos, oh! tan insistentemente corpóreos, nos traicionaron, si que lo han hecho y lo harán todavía. Más nuestras almas siempre reivindicaran la falta de aquello ¡tan perecedero y fútil! El cáliz aún hierve hasta la posteridad, ¡tan lejos, que nuestros sueños no la pueden alcanzar a ver; ...